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El Brasil anti-indígenas de Bolsonaro avanza con el afán de rematar la selva más importante del mundo, Amazonas. Allí viven pueblos como los awa guajá: de los últimos cazadores recolectores, con formas de vida que regeneran la biodiversidad en vez de liquidarla, y un sistema de organización que los había mantenido a salvo de la pandemia. En los últimos días tras recibir un apoyo inusual de la compañía Vale S.A. salieron de su territorio y hoy están aislados, enfermos, duelando a uno de sus miembros más queridos, y pidiendo una asistencia que no llega.
Se llamaba relatos de reparación desde la selva en ruinas. Sucedía en el mismo lugar, Maranhao, un estado del noreste de Brasil donde Amazonas empieza y también donde ha estallado su destrucción.
Maranhao es la frontera más deforestada de ese paraíso de plantas y animales y pueblos que se está acabando. El lugar donde más brasileros viven en extrema pobreza y uno de los dos estados donde más ha crecido la violencia en el último año.
Esa historia sin embargo proponía narrar algo que también acontecía. Un pasaje luminoso en medio del horror que viven los pueblos indígenas desde hace demasiados años, recrudecido en los últimos tres por un presidente que está haciendo lo posible por acabar con ellos: Jair Messias Bolsonaro.
Esa historia era, como esta, sobre los indígenas awa guajá que viven en esa selva. Son cazadores recolectores, parte de los últimos grupos del mundo con esas formas de vida siempre en movimiento, andada. Hay un número indeterminado de ellos que todavía permanecen aislados: no ignoran que hay una sociedad ordenada tras un Estado, se niegan a relacionarse con ella y han ganado ese derecho. Otros, unos cuatrocientos, viven bajo la categoría de recientemente contactados: tras haber padecido una cantidad de violencias que implicaron el asesinato de sus familias, su persecución y cercamiento, hoy viven agrupados en aldeas desde donde establecen las estrategias defensivas para no perderse, para no dejar de ser awás.
Son sobrevivientes y viven en cuatro aldeas ubicadas en sus tres territorios demarcados: Guajá (en Tierra Indígena Alto Turiaçu), Juriti (en Tierra Indígena Awa) y Awá y Tiracambú (en Tierra Indígena Carú). Que estén demarcados quiere decir que, si bien no dejan de pertenecer al Estado brasilero, ellos tienen derecho exclusivo a vivir ahí y a valerse del lugar con todo lo que contiene. También a tomar todas las decisiones y organizarse.
Esa historia empezaba así, y esta también lo hará.
En marzo de 2020 con el registro vivo sobre sus cuerpos del exterminio biológico que provocaron a sus parientes enfermedades como la malaria y la neumonía, ni bien supieron de la Covid-19 los awa guajá contactados cerraron sus aldeas. Nadie podía entrar ni salir salvo que hubiera una emergencia. Llegado ese caso fijaron espacios de aislamiento obligatorio: 14 días en una casa destinada para tal fin. Buscaron permanecer a salvo de quienes portan las dolencias, los karaís (como llaman a los blancos).
Durante esos largos meses recuperaron la fluidez de muchas de sus prácticas interrumpidas a diario en normalidad donde son forzados primero a vivir en esas aldeas y luego a recibir visitas constantes. En su aislamiento por pandemia volvieron a llenar sus horas de caminatas y caza. Así reencontraron sus ritmos, sus silencios, su alimentación, su salud, sus cantos.
Conocer esas vidas contemporáneas a las nuestras en este tiempo de colapso en que extinguimos nuestras posibilidades de permanecer en el planeta Tierra, puede servir para evidenciar de una manera rotunda que hay hoy otras formas relacionales posibles a las que muchos de nosotros asumimos. Formas que no rompen lo vivo sino que se entraman con ello, lo guardianan y preservan. Como escribe el antropólogo Eduardo Viveiros de Castro, estos pueblos son “islas de humanidad que permanecen encima de la superficie de sumersión de este océano blanco y homogéneo en su composición política (estado nacional), económica (capitalismo) y cultural (cristianismo)”.
Durante la pandemia, los awa guajá abrieron nuevos parajes para sí mismos, espacios de reencuentro hechos de selva. Y lograron permanecer a salvo: no tuvieron dentro de las aldeas ni un caso de coronavirus en todo 2020, tampoco un año más tarde cuando Brasil, gestionado bajo un plan sanitario más parecido a la total propagación del virus que a su contención, llegaba al medio millón de muertos.
Pero en julio de 2021, producto del avance de un gobierno que es un peligro para la humanidad toda, la Covid-19 llegó a sus tierras.
Cuando el virus llegó
En tierra awa guajá y, en sólo 17 días, el virus mató a un hombre. Un awá guajá de ojos dulces y una sonrisa extática. Un hombre de edad misteriosa pero ya avanzada llamado Karapiru. Unos cuatro días más tarde de esa muerte -los que tardó el gobierno en testar al resto de los indígenas- hubo 36 casos positivos, 11 casos en Tiracambu y 25 casos en la aldea Awa. Los testeos no se repitieron. Hoy la mayoría de ellos permanecen aislados y en un estado desesperante: no cuentan con asistencia alimentaria adecuada ni productos de higiene. No están protegidos, ni ellos ni sus tierras.
“La situación es muy difícil -resume Tatuxia’a uno de los líderes-. Necesitamos un médico en la puerta de cada aldea (actualmente hay uno solo para cuatro aldeas distantes hasta por 6 horas). Necesitamos máscaras, alcohol en gel y alimentos. Si no lo hacen las personas van a morir. En las tierras están entrando invasores, matan a los animales, se llevan la madera, y nosotros no podemos salir de acá a defenderlas”.
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